Desde el momento de la concepción de Jesús en el vientre de la Virgen María hasta su resurrección, él estuvo lleno del Espíritu Santo. En lenguaje bíblico, él había sido ungido por el Espíritu Santo y por tanto había sido establecido por Dios Padre como nuestro sumo sacerdote. Como el Señor resucitado, él continúa siendo nuestro sumo sacerdote, mientras que todos los bautizados participan del sacerdocio de Cristo, el sacerdocio ministerial participa de él en una forma especial mediante el sacramento del orden.
La ordenación al sacerdocio siempre ha sido una llamada y un don de Dios. Cristo recordó a sus Apóstoles que necesitaban pedir al Señor de la cosecha que mandase trabajadores para cosechar. Aquellos que buscan el sacerdocio responden generosamente a la llamada de Dios usando las palabras del profeta: “Aquí estoy, Señor, envíame” (Is 6, 8). Esta llamada se puede reconocer y entender entre los signos diarios que revelan su voluntad a aquellos encargados de discernir la vocación del candidato.